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El Cocodrilo y la Torre de Marfil

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Lucién Levy Bruhl fue un investigador que en la primera mitad del siglo XX, vivió largos años   en medio de lo que llamó “Las sociedades primitivas”. Con su mentalidad occidental, observaba y documentaba en lo que luego serían sus famosos libros, vida y opiniones de una nación aborigen ubicada en África.

En una de sus tantas anécdotas, Levy Bruhl narra que en cierto momento desaparece una de las mujeres aborígenes de la aldea en la que se encontraba. Algunos testigos afirman haberla visto en un recodo del río donde acostumbraban a concentrarse los cocodrilos.

En los días que siguieron continuaron buscando sin resultados, hasta que unos cazadores cazaron un cocodrilo enorme que frecuentaba la zona. Al abrir el vientre de la bestia, encontraron una de las pulseras que la   desaparecida usaba en su tobillo.

Para Levy Bruhl y su equipo, la conclusión era clara: la mujer se había aventurado demasiado en el río, y el cocodrilo la había devorado. Sin embargo, al hablar con el jefe de la tribu, la explicación fue muy diferente.

“La mujer se retiró a dormir. Prepara su regreso. Los cocodrilos la protegieron y la pulsera fue el precio que ella debió pagar para hallar su soledad”. A continuación, Levy Bruhl entabló una de las tantas discusiones casi violentas que describiría con aquel jefe de tribu. Inútilmente, procuró convencerlo que la mujer había sido devorada por el animal, y que nunca regresaría. El nativo negaba con la cabeza e insistía en que ella se había retirado a descansar. La misma explicación era aceptada por el esposo y la familia de la desaparecida. Conservaban su ropa, sus enseres, guardaban un sitio para la comida y aseguraban esperarla.

 Levy Bruhl no lo dice con estas palabras, pero está convencido de que el aborigen estaba sumido en un mundo de ignorancia y oscurantismo. No sospechaba que ambas posiciones revelaban cosmovisiones opuestas; que para los nativos el cocodrilo era sagrado, precisamente por representar lo profundo de la tierra, el lugar donde los seres se retiran para una transformación profunda de su cuerpo y su mente.  Esta noción es el núcleo de numerosos mitos de los pueblos primitivos.

Las afirmaciones de los aborígenes, además de ser coherentes con su cosmovisión, encerraban una profunda belleza poética. El investigador francés, formado en el positivismo de Emile Durkheim y de Augusto Comte, era por completo ajeno a la comprensión mítica de las afirmaciones del jefe. Los nativos evitaban conscientemente encontrarse con los cocodrilos, pero si alguien era devorado por uno de ellos, lo consideraban una bendición. El ser comido, implicaba una profunda acumulación de energías que en algún momento darían como resultado la presencia transfigurada del miembro de la tribu .

La conciencia mítica no incluye hechos demostrables, pero  apunta a una honda realidad a la que sólo pueden expresar relatos parabólicos. El carácter fantástico de los mismos, apunta a que los hechos transcurren fuera de las cotidianas categorías de realidad.

Es por eso que cuando el poeta se enfrenta a sus propios contenidos, a las pulsiones que pugnan hacer estallar sus letras, necesita encontrar su propio cocodrilo; ese sitio oscuro y cálido en el interior de sí mismo, esa porción de soledad y silencio que le permita crear.

En los años sesenta y setenta en Argentina, cuando se produjo la eclosión de doctrinas marxistas, de un clima de conjura frente a las brutales dictaduras militares que asolaban el país, se denostaba a “los poetas que se encerraban en sus torres de marfil”. La expresión llegó a ser un tópico: se afirmaba que el poeta que no escribía en medio del pueblo sufriente, que no se abría a un compromiso exclusivamente social, no era poeta. El resultado, como ocurriera luego de la Revolución Rusa con el “Realismo Soviético”, fue una literatura panfletaria y vacía de contenido. Leopoldo Marechal, escribió por esa época su ensayo “La Torre de Marfil asediada”, donde defiende la necesidad del poeta de refugiarse en su mundo, de salvaguardar su cosmovisión, lo que no implica  una evasión de su misión histórica o social.

Ya sea en el vientre del cocodrilo paradigmático o en su torre de marfil, lo que el poeta debe defender es la visión mítica del universo. Aún cuando el vate escriba afectado por el sufrimiento de la humanidad o por la denuncia social, este dolor no sólo es el de las personas concretas, sino que adquiere la dimensión de símbolo. El sufrimiento es un componente esencial en el cosmos y resolver la esencia del tormento inmediato, es un paso para disminuir el dolor universal.

El primer verso adolescente, es la silente, lenta y poderosa dentellada del cocodrilo de la creación. Sin advertirlo, el niño o  niña que asoma a la poesía, es devorado por el Leviatán. A partir de entonces, su sueño estará llamado a atravesar fronteras y a conquistar lejanías. Ya nunca podrá integrarse plenamente a la sociedad de consumo y su voz tendrá el eco magnífico de aquel que habla desde las entrañas del monstruo brillante de la creación.

 

GOCHO VERSOLARI –

 

 

 

 

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