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El sabor clandestino de las letras (El significado personal de la literatura )

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 A los cinco años y por mi exclusiva cuenta, leí un libro voluminoso que era sólo para los adultos. A pesar de no haber entendido mucho, su contenido modeló mi pensamiento en los años que siguieron. 

 Los libros disponibles escritos para los niños de mi edad, en los que podía visualizar imágenes brillantes, nunca me atrajeron. Siempre sentí que sus autores eran aburridos y subestimaban a los niños y sus poderosas fantasías.

 Mi madre y yo vivíamos en la línea de pobreza y nunca tuvimos suficiente dinero para comprar   libros, pero mi sed de lectura era tan grande que  decidí adquirirlos con el dinero destinado a  la comida en la escuela. Para que aparecieran en mi casa de modo legal, utilicé un poco de astucia, de modo que escribía en las primeras páginas:   Para Kai-Mai por su habilidad”, y de ese modo se mostraban en mi casa como regalos de la escuela.

 En aquel período no me importaba tanto el contenido ni el autor del libro. Para mí un volumen debía ser voluminoso, con tapa dura y costar exactamente el dinero del que disponía en este momento. De este modo, mi biblioteca privada era abigarrada como un huevo de Pascua.

 Leía en todos los momentos en que podía. En las noches apagaban las luces y mi madre me ordenaba que fuera a dormir, pero yo continuaba leyendo con una linterna de bolsillo. Cierta vez, mi madre lo advirtió y confiscó mi libro junto con la linterna.

Entonces,   encontré una nueva oportunidad: con otro libro oculto bajo de mi camisón, salía al corredor sin calefacción y apoyando mis codos sobre el felpudo, leía durante varias horas, temblando de frío hasta finalizar el libro.

 Luego de algún tiempo, volvieron a descubrirme. Entonces me mudé al cuarto de baño muy frío que se situaba en el mismo corredor, de donde nadie podría echarme sin violar los derechos humanos.

 Son pocos los libros que no he leído hasta el fin, porque en mi opinión cualquiera de ellos puede aportar algo útil.   Al menos se puede tomar como   referencia para comparar otros textos.

 En mi edad adulta he tratado de evitar los libros triviales. Hasta ahora no tengo  un género, una escuela o un autor preferidos en la literatura. Mi criterio sigue siendo: lo bueno-lo malo… Digo en broma: „soy tan unilateral que sólo tengo un favorito“. Hay docenas y docenas de libros y escritores en Estonia y en otros países, a los que admiro. Por eso hay libros que he leído varias veces, encontrando en cada oportunidad,  algo nuevo en ellos.

 Tengo una colección peculiar: muchos años he conseguido los mismos libros en diferentes idiomas y es así que poseo volúmenes traducidos a cuatro o a nueve lenguas.    La misma aficción tenía mi marido   muchos años antes de encontrarnos.

 Al vivir en una sociedad cerrada, como fue la Unión Soviética, se dificultaba el acceso  a la buena literatura. A menudo los libros de los mejores autores estaban prohibidos y un alumno ordinario ni siquiera llegaba a conocer su existencia.

 Entre esa cantidad enorme de libros que llegaban a mis manos, recibí algunos poemarios que me dejaron indiferente. Llegué a la conclusión que la poesía no era para mí, hasta que un día por casualidad vi en un estanco un fino libro de poemas al que  compré sin saber por qué.  Lo leí de un tirón y procuré averiguar el idioma del que fuera traducido.   Resultó que el autor de esos extraordinarios versos era estonio.

Al finalizar la tarde de ese mismo día, escribí mi primer poema; ya había cumplido los años de  lo que se considera una  mediana edad.

 En los antiguos países liberales, ocupados y asfixiados por  Rusia y a pesar de sus  fronteras clausuradas,  circulaban hojas de papel manuscritas con poemas compuestos por  autores prohibidos o prisioneros políticos. Copiadas a mano y distribuidas de persona a persona,  mantenían la mente alerta y viva la esperanza que algún día la situación podría cambiar.

 Viajes de la URRS al extranjero eran posibles sólo para unos pocos individuos elegidos; para los demás, la única manera de trasladarse y ver el otro mundo eran los libros. Yo los utilizaba ampliamente. Las impresiones recibidas de mis lecturas acompañaron mis noches y mis sueños, haciéndome sentir feliz y libre. Mis sueños, precisamente, eran como las películas  de múltiple serie: el actual continuaba el de la noche anterior, y así por cuatros o cinco noches seguidas . A veces en ellos yo tenía un papél principal; a veces  era la espectadora de una película interesante sobre  una tierra inalcanzable, y al despertar, el nuevo día no me resultaba tan helado e inexpresivo.

 Años más tarde, cuando  en la Unión Soviética  se profundizó el deshielo,  pude viajar a Perú, a Machu Picchu,  al Templo del Sol, con el cual soñara intensamente durante veinte años. La emoción me produjo un ligero mareo y al recuperarme entendí que había valido la pena vivir hasta ese momento.

 Paradójicamente hoy, con acceso libre a cualquier literatura,  ya no leo tanto como antes. Pienso que mi  edad me exige escribir, pero sin ningún duda todo lo leído me ha ayudado sobrevivir en los tiempos más duros y ha influido mucho en mi personalidad. Gracias a la literatura soy exactamente la que soy: curiosa, impetuosa, dispuesta a lograr mi propio desarrollo. 

 Mis mejores momentos los he pasado en mi biblioteca personal, donde cuento con cerca de 5 mil libros; más de la mitad los he donado a la escuela, en la que realizara mis primeros estudios.

 Un libro en la biblioteca propia es como una pieza de joyería que no usas todos los días, pero siempre sientes la alegría de su existencia y sabes que puedes recurrir a él  cuando lo necesitas.

 Kai-Mai Olbri   21 de enero de 2014

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